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TRES FECHAS
En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de mis
excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.
Los sucesos de que guardan la memoria estos números son hasta cierto punto insignificantes. Sin
embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches de insomnio una novela
más o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación se hallaba más o menos exaltada y
propensa a ideas risueñas o terribles.
Si a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios, hubiera podido
escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes que se cierren del todo
mis párpados, historias cuyo vago desenlace flota por último indeciso, en ese punto que separa la
vigilia del sueño, seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante.
No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por decirlo así, impalpables, son en
cierto modo como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los
dedos el polvo de oro de sus alas.
Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los
capítulos de mis soñadas novelas, los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente por
medio de una serie de ideas como con un hilo de luz, los tres temas en fin sobre que yo hago mil y
mil variaciones, en las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.
I
Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien
generaciones que en ella han habitado, que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista y le
revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la
forma y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas
con una barrera y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:
«En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se
prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y
prosaica.»
Da entrada a esta calle, por uno de sus extremos, un arco macizo, achatado y oscuro, que sostiene
un pasadizo cubierto.
En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, en el cual crece la hiedra
que, agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona como un penacho de plumas.
Debajo de la bóveda, y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido e
imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de su cordel y sus
votos de cera.
Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza
indescriptible, se prolongan a ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada
cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están construidas de piedras toscas y
desiguales, sin más adorno que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras
son de ladrillo, y tienen un arco árabe que les sirve de ingreso, dos o tres ajimeces abiertos al
capricho en un paredón grietado, y un mirador que termina en una alta veleta. Las hay con traza
que no pertenece a ningún orden de arquitectura y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas;
que son un modelo acabado de un género especial y conocido, o una muestra curiosa de las
extravagancias de un período del arte. Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo
disparatado; aquéllas, una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores;
las de más allá, unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros
y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro. El
palacio de un magnate convertido en corral de vecindad, la casa de un alfaquí habitada por un
canónigo, una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano, un convento levantado sobre las
ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre, mil extraños y pintorescos
contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas,
por decirlo así, en cien varas de terreno.
He aquí todo lo que se encuentra en esta calle, calle construida en muchos siglos, calle estrecha,
deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual, al levantar su habitación, tomaba
una saliente, dejaba un rincón o hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la
altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo
de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes que cada vez ofrece algo nuevo al que la
estudia.
Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de
los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada
con honores de fonda en que me había hospedado.
Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro sin encontrar en ella una sola persona, sin que
turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las celosías de
un balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una ventana, viese ni aun por casualidad el
arrugado rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana.
Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus
habitantes desde una época remota.
Una tarde, sin embargo, el pasar frente a un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos
paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto,
me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival rodeado de un festón de hojas
picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construido y blanco
como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con
su marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían a enredarse
por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de
una tela blanca, ligera y transparente.
Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más
poderosamente contribuyó a que me fijase en ella fue el notar que, cuando volví la cabeza para
mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la
persona que sin duda me miraba en aquel instante.
Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana o mejor dicho, de la cortinilla o, más claro
todavía, de la mujer que la había levantado porque, indudablemente, a aquella ventana tan poética,
tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer,
entiéndase que se supone joven y bonita.
Pasé otra tarde; pasé con cuidado; apreté los tacones aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de
mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la ventana, y la cortinilla se volvió
a levantar. La verdad es que, realmente, detrás de ella no vi nada; pero, con la imaginación, me
pareció descubrir un bulto: el bulto de una mujer, en efecto.
Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la
cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos y yo,
desde lejos, volvía a ella por última vez los ojos.
Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes, en aquel claustro
tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la
cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que
corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que
agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! ¡Qué
historias imposibles no forjaría en mi mente! Yo la conocía. Ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál
era el color de sus ojos.
La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con su
presencia, como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín con
unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía haber
allá en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en un
banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba, pensando en... ¡Quién sabe! Acaso en mí.
¿Qué digo acaso? En mí seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía,
despertó en mi alma aquella ventana, mientras permanecí en Toledo...!
Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo,
guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo, de las quimeras, y tomé un asiento
en el coche para Madrid.
Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza
por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.
Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la colina que
ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté una fecha. Es la primera de las tres,
a la que yo le llamo la fecha de la ventana.
Al cabo de algunos meses, volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro
días. Limpié el polvo de mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo y, provisto de una mano de
papel, media docena de lápices y unos Cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese
concluida la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso los puntos
en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a Madrid.
Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron
la atención en mi primer viaje y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.
Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos por entre sus barrios más antiguos la mayor parte
del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero
placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos
oscuros y cuestas empinadas e impracticables.
Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas
excursiones a través del desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza
grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población y como
escondida en uno de sus más apartados rincones.
La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella se habían identificado, por
decirlo así, con el terreno, de tal modo que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una
Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones crecían a su sabor
malvas de unas proporciones colosales, corros de gigantescas ortigas, matas rastreras de
campanillas blancas, prados de esa yerba sin nombre, menuda, fina y de un verde oscuro, y
meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas las otras plantas
parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.
Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros,
veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas, y arrojadas en
diferentes épocas a aquel lugar, donde iban formando capas en las cuales hubiera sido fácil seguir
un curso de geología histórica.
Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos de
ladrillo de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera
ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de cuero y otros cien y
cien objetos sin forma ni nombre eran los que aparecían a primera vista a la superficie, llamando
así mismo la atención y deslumbrando los ojos una miríada de chispas de luz derramadas sobre la
verdura como un puñado de diamantes arrojados a granel y que, examinadas de cerca, no eran otra
cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas que, refractando los rayos
del sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas y deslumbrantes.
Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas de varios
matices formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de pizarra y en su mayor parte,
según dejamos dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.
Los edificios que dibujaban su forma irregular no eran tampoco menos extraños y dignos de
estudio. Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados
dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a las
esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con tiestos de
flores y su farol rodeado de una pared de alambre que defiende sus ahumados vidrios de las
pedradas de los muchachos.
Otro frente lo constituía un paredón negruzco lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos
reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y brillantes por entre las hojas de musgo. Un
paredón altísimo, formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y balcones tapiados
con piedra y argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo con él, una tapia de
ladrillos desconchada y llena de mechinales, manchada a trechos de tintas rojas, verdes o
amarillentas y coronada de un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos tallos de
enredadera.
Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que al penetrar en la
plaza se presentó de improviso a mis ojos, cautivando mi ánimo o suspendiéndome durante algún
tiempo, pues el verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono general,
se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su
artístico desorden que todos los que se levantaban en su alrededor.
-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! -exclamé al verle. Y sentándome en un pedrusco,
colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera me apercibí a trazar, aunque
ligeramente, sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo.
Si yo pudiera pegar aquí con dos obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de aquel
sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando a mis lectores una
idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.
Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, a fin de que, leyendo estos
renglones, pueda formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad
de su conjunto.
Figuraos un palacio árabe, con sus puertas en forma de herradura, sus muros engalanados con
largas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí y corren sobre una franja de
azulejos brillantes: aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas
columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una atalaya
con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y amarillas, y su aguda flecha
de oro que se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un gabinete pintado de oro
y azul o las altas galerías cerradas con persianas verdes que al descorrerse dejan ver los jardines
con calles de arrayán, bosques de laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico,
aunque desordenado; todo deja entrever el lujo y las maravillas de su interior; todo deja adivinar el
carácter y las costumbres de sus habitadores.
El opulento árabe que poseía este edificio lo abandona al fin. La acción de los años comienza a
desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer hasta los mármoles. Un monarca
castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba; y en este punto
rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los cuales
se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquél levanta un macizo torreón de
sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en el de más allá construye un ala de
habitaciones altas y sombrías, en las cuales se ven, por una parte, trozos de alicatado reluciente,
por otra, artesones oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura ligero y puro que da
entrada a un salón gótico severo e imponente.
Pero llega el día en que el monarca abandona también aquel recinto, cediéndole a una comunidad
de religiosas y éstas, a su vez, fabrican de nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya extraña
fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías; entre dos arcos árabes colocan el
escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan
cipreses melancólicos y oscuros y, aprovechando unos restos y levantando sobre otros, forman las
combinaciones más pintorescas y extravagantes que pueden concebirse.
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