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Rimas
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Rimas
Gustavo Adolfo Bécquer
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Introducción sinfónica
P
or los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duer-
men los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el
arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del
mundo.
Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida a esos padres que
engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare
en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin
número, a las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan de vida
serían suficientes a dar forma.
Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible
confusión, los siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña,
semejante a la de esas miríadas de gérmenes que hierven y se estremecen
en una eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar
fuerzas bastantes para salir a la superficie y convertirse al beso del sol en
flores y frutos.
Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro
rastro que el que deja un sueño de la media noche, que a la mañana no
puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva
en ellos el instinto de la vida, y agitándose en terrible, aunque silencioso
tumulto, buscan en tropel por donde salir a la luz, de las tinieblas en que
viven. Pero, ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un
abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra tímida y perezosa se
niega a secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después de
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la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo. Tal caen inertes en
los surcos de las sendas, si cae el viento, las hojas amarillas que levantó el
remolino.
Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación explican algunas
de mis fiebres: ellas son la causa desconocida para la ciencia, de mis exal-
taciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí:
paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi
cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término y a
éstas hay que ponerles punto.
El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso mari-
daje. Sus creaciones, apretadas ya, como las raquíticas plantas de un vivero,
pugnan por dilatar su fantástica existencia, disputándose los átomos de la
memoria, como el escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir paso
a las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente au-
mentadas por un manantial vivo.
¡Anda, pues! andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi inteli-
gencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables. Os vestirá, aunque
sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo
quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estrofa tejida de
frases exquisitas, en las que os pudierais envolver con orgullo, como en un
manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conten-
eros, como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado per-
fume. ¡Mas es imposible!
No obstante necesito descansar: necesito, del mismo modo que se sangra el
cuerpo, por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico em-
puje, desahogar el cerebro, insuficiente a contener tantos absurdos.
Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el
paso de un desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo
en embrión que avienta por el aire la muerte antes que su Creador haya po-
dido pronunciar el fiat lux que separa la claridad de las sombras.
No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de mis
ojos en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que
os saque a la vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes a fan-
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tasmas sin consistencia. No quiero que al romperse este arpa vieja y cas-
cada ya, se pierdan a la vez que el instrumento las ignoradas notas que
contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una
vez vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la ca-
beza. El sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza a
flaquear y las gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me
cuesta trabajo saber qué casos he soñado y cuáles me han sucedido; mis
afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales;
mi memoria clasifica, revueltos nombres y fechas de mujeres y días que
han muerto o han pasado con los de días y mujeres que no han existido sino
en mi mente. Preciso es acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para
siempre.
Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte sin que
vengáis a ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada
antes de haber nacido. Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis enge n-
drados, y quedad en él como el eco que encontraron en un alma que pasó
por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.
Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje; de una
hora a otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a re-
giones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el
abigarrado equipaje de un saltimbanqui, el tesoro de oropeles y guiñapos
que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.
La mujer de piedra
(Fragmento)
Yo tengo una particular predilección hacia todo lo que no puede vulgarizar
el contacto o el juicio de la multitud indiferente. Si pintara paisajes, los
pintaría sin figuras. Me gustan las ideas peregrinas que resbalan sin dejar
huella por las inteligencias de los hombres positivistas, como una gota de
agua sobre un tablero de mármol. En las ciudades que visito busco las cal-
les estrechas y solitarias: en los edificios que recorro los rincones oscuros y
los ángulos de los patios interiores donde crece la yerba, y la humedad en-
riquece con sus manchas de color verdoso la tostada tinta del muro; en las
mujeres que me causan impresión, algo de misterioso que creo traslucir
confusamente en el fondo de sus pupilas, como el resplandor incierto de
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una lámpara que arde ignorada en el santuario de su corazón, sin que nadie
sospeche su existencia; hasta en las flores de un mismo arbusto creo en-
contrar algo de más pudoroso y excitante en la que se esconde entre las
hojas y allí, oculta, llena de perfume el aire sin que la profanen las miradas.
Encuentro en todo ello algo de la virginidad de los sentimientos y de las
cosas.
Esta pronunciada afición degenera a veces en extravagancia y sólo
teniéndola en cuenta podrá comprenderse la historia que voy a referir.
I
Vagando al acaso por el laberinto de calles estrechas y tortuosas de cierta
antigua población castellana, acerté a pasar cerca de un templo en cuya
fachada el arte ojival y el bizantino, amalgamados por la mano de dos cen-
turias, habían escrito una de las páginas más originales de la arquitectura
española. Una ojiva, gallarda y coronada de hojas de cardo desenvueltas,
contenía la redonda clave del arco de la iglesia, en la que el tosco pi-
capedrero del siglo XII dejó esculpidas, en interminables hileras de figuras
enanas y características de aquel siglo, las más extrañas fantasías de su
cerebro, rico en leyendas y piadosas tradiciones. Por todo el frente de la
fachada se veían, interpolados con un desorden, del cual no obstante resul-
taba cierta inexplicable armonía, fragmentos de arcadas románicas inclui-
das en lienzos de muro, cuyos entrepaños dibujaban las descarnadas líneas
de los pilares acodillados, con sus basas angulosas y sus capiteles de espár-
rago, propios del género gótico; trozos de molduras compuestas de adornos
circulares combinados geométricamente que se interrumpían a veces para
dejar espacio a la ornamentación afiligranada y ondeante de una ventana de
arco apuntado, enriquecido de figurinas más airosas y altas, y adornada de
vidrios de colores. Adonde quiera que se fijaban los ojos, podían obser-
varse detalles delicados de los dos géneros a que pertenecía el edificio y
muestras de la feliz alianza con que la generación posterior supo, im-
primiéndole su sello especial, conservar algo de la fisonomía y el espíritu
severo y sencillo en su tosquedad, del primitivo monumento.
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