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//-->EL ADEREZO DE ESMERALDASEstábamos parados en la carrera de San Jerónimo frente a la casa de Durán yleíamos el título de un libro de Méry. Como me llamase la atención aquel títuloextraño y se lo dijese así al amigo que me acompañaba, éste, apoyándoseligeramente en mi brazo, exclamó:-El día está hermoso a más no poder; vamos a dar una vuelta por la FuenteCastellana; mientras dura el paseo, te contaré una historia en la que yo soy el héroeprincipal. Verás cómo, después de oírla, no sólo lo comprendes sino que te loexplicas de la manera más fácil del mundo.Yo tenía bastante que hacer; pero como siempre estoy deseando un pretexto parano hacer nada, acepté la proposición, y mi amigo comenzó de esta manera suhistoria:-Hace algún tiempo, una noche en que salí a dar vueltas por las calles sin másobjeto que el de dar vueltas, después de haber examinado todas la colecciones deestampas y fotografías de los establecimientos, de haber escogido con laimaginación delante de la tienda de los Saboyanos los bronces con que yoadornaría mi casa, si la tuviese, de haber pasado, en fin, una revista minuciosa atodos los objetos de artes y de lujo expuestos al público detrás de los iluminadoscristales de las anaquelerías, me detuve un momento en la de Samper.»No sé cuánto tiempo haría que estaba allí regalándole con la imaginación a todaslas mujeres guapas que conozco; a ésta, un collar de perlas; a aquélla, una cruz debrillantes; a la otra, unos pendientes de amatistas y oro. Dudaba en aquel punto aquién ofrecería, que lo mereciese, un magnífico aderezo de esmeraldas, tan ricocomo elegante, que entre todas las otras joyas llamaba la atención por la hermosuray claridad de sus piedras, cuando oí a mi lado una voz suave y dulcísima exclamarcon un acento que no pudo menos de arrancarme de mis imaginaciones-¡Qué hermosas esmeraldas!»Volví la cabeza en la dirección en que había oído resonar aquella voz de mujer,porque sólo así podía tener un eco semejante, y encontré en efecto que lo era, y deuna mujer hermosísima. No pude contemplarla más que un momento y, sinembargo, su belleza me hizo una impresión profunda.»A la puerta de la joyería de donde había salido estaba un carruaje. La acompañabauna señora de cierta edad, muy joven para ser madre, demasiado vieja para ser suamiga. Cuando ambas hubieron subido a la carretela, que por lo visto era suya,partieron los caballos, y yo me quedé hecho un tonto, mirándola ir hasta perderlade vista.»"¡Qué hermosas esmeraldas!"», había dicho. En efecto, las esmeraldas eranbellísimas; aquel collar rodeado a su garganta de nieve hubiera parecido unaguirnalda de tempranas hojas de almendro salpicadas de rocío; aquel alfiler sobresu seno, una flor de loto cuando se mece sobre su movible onda coronada deespuma. ¡Qué hermosas esmeraldas! ¿Las deseará acaso? Y si las desea, ¿por quéno las posee? Ella debe ser rica y pertenecer a una clase elevada; tiene un carruajeelegante y en la portezuela de ese carruaje he creído ver un noble blasón.Indudablemente hay en la existencia de esa mujer algún misterio.»Éstos fueron los pensamientos que me agitaron después que la perdí de vista,cuando ya ni el rumor de su carruaje llegaba a mis oídos. Y en efecto, en su vida, alparecer tan apacible y envidiable, había un misterio horrible. No te diré cómo; peroyo llegué a penetrarlo.»Casada desde muy niña con un libertino que, después de disipar una fortunapropia, había buscado en un ventajoso enlace el mejor expediente para gastar otraajena, modelo de esposas y de madres, aquella mujer había renunciado a satisfacerel menor de sus caprichos para conservar a su hija alguna parte de su patrimonio,para mantener en el exterior el nombre de su casa a la altura que en la sociedadhabía tenido siempre.»Se habla de los grandes sacrificios de algunas mujeres. Yo creo que no hayninguno comparable, dada su organización especial, con el sacrificio de un deseoardiente, en el que se interesan la vanidad y la coquetería.»Desde el punto en que penetré el misterio de su existencia, por una de esasextravagancias de mi carácter, todas mis aspiraciones se redujeron a una sola:poseer aquel aderezo maravilloso y regalárselo de una manera que no lo pudieserechazar, de un modo que no supiese ni aun de qué mano podría venir.»Entre otras muchas dificultades que desde luego encontré a la realización de miidea, no era seguramente la menor el que, ni poco ni mucho, tenía dinero paracomprar la joya.»No desesperé, sin embargo, de mi propósito. "¿Cómo buscar dinero?", decía yopara mí, y me acordaba de los prodigios de Las mil y una noches, de aquellaspalabras cabalísticas a cuyo eco se abría la tierra y se mostraban los tesorosescondidos, de aquellas varas de virtud tan grande que tocando con ellas en unaroca, brotaba de sus hendiduras un manantial, no de agua, que era pequeñamaravilla, sino de rubíes, topacios, perlas y diamantes.»Ignorando las unas y no sabiendo dónde encontrar la otra, decidí por últimoescribir un libro y venderlo. Sacar dinero de la roca de un editor no deja de sermilagro; pero lo realicé.»Escribí un libro original, que gustó poco, porque sólo una persona podíacomprenderlo; para las demás sólo era una colección de frases. Al libro lo titulé Eladerezo de esmeraldas, y lo firme con mis iniciales solas.»Como yo no soy Víctor Hugo, ni mucho menos, excuso el decirte que por minovela no me dieron lo que por la última que ha escrito el autor de Nuestra Señora;pero, con todo y con eso, reuní lo suficiente para comenzar mi plan de campaña.»El aderezo en cuestión vendría a valer como cosa de unos catorce a quince milduros, y para comprarlo contaba yo con la respetable cantidad de tres mil reales;necesitaba, pues, jugar.»Jugué, y jugué con tanta decisión y fortuna que en una sola noche gané lo quenecesitaba.»A propósito del juego, he hecho una observación en la que cada día me confirmomás y más. Como se apunte con la completa seguridad de que se ha de ganar, segana. Al tapete verde no hay más que acercarse con la vacilación del que va aprobar su suerte, sino con el aplomo del que llega por algo suyo. De mí sé decirteque aquella noche me hubiera sorprendido tanto el perder como si una casarespetable me hubiese negado dinero con la firma de Rothschild.»Al otro día me dirigí a casa de Samper. ¿Creerás que al arrojar sobre el despachodel joyero aquel puñado de billetes de todos colores, aquellos billetes querepresentaban para mí, cuando menos, un año de placer, muchas mujeres hermosas,un viaje a Italia y champagne y vegueros a discreción, vacilé un momento? Pues nolo creas; los arrojé con la misma tranquilidad, ¡qué digo tranquilidad!, con lamisma satisfacción con que Buckingham, rompiendo el hilo que las sujetaba,sembró de perlas la alfombra del palacio de su amante. Y eso que Buckingham erapoderoso como un rey.»Compré las joyas y las llevé a mi casa. No puedes figurarte nada más hermosoque aquel aderezo. No extraño que las mujeres suspiren alguna vez al pasar delantede esas tiendas que ofrecen a sus ojos tan brillantes tentaciones. No extraño queMefistófeles escogiese un collar de piedras preciosas como el objeto más apropósito para seducir a Margarita. Yo, con ser hombre y todo, hubiera querido porun instante vivir en el Oriente y ser uno de aquellos fabulosos monarcas que seciñen las sienes con un círculo de oro y pedrería para poder adornarme con aquellasmagníficas hojas de esmeraldas con flores de brillantes.»Un gnomo para comprar un beso de una silfa no hubiera logrado encontrar entrelos inmensos tesoros que guarda el avaro seno de la tierra, y que sólo ellosconocen, una esmeralda más grande, más clara, más hermosa que la que brillaba,sujetando un lazo de rubíes, en mitad de la diadema.»Dueño ya del aderezo, comencé a imaginar el modo de hacerlo llegar a la mujer aquien le destinaba. Al cabo de algunos días, y merced al dinero que me quedó,conseguí que una de sus doncellas me prometiese colocarlo en su guardajoyas sinser vista, y a fin de asegurarme de que por su conducto no había de saberse elorigen del regalo, la di cuanto me restaba, algunos miles de reales, a condición deque apenas hubiese puesto el aderezo en el lugar convenido, abandonaría la cortepara trasladarse a Barcelona. En efecto lo hizo así.»Juzga tú cuál no sería la sorpresa de su señora cuando, después de notar suinesperada desaparición y sospechando que tal vez había huido de la casallevándose alguna cosa de ella, encontró en su secrétaire el magnífico aderezo deesmeraldas. ¿Quién había adivinado su pensamiento? ¿Quién había podidosospechar que aún recordaba de cuando en cuando aquellas joyas con un suspiro?»Pasó tiempo y tiempo. Yo sabía que conservaba mi regalo, sabía que se habíanhecho grandes diligencias por saber cuál era su origen, y, sin embargo, nunca la viadornada con él. ¿Desdeñará la ofrenda? ¡Ah! -decía yo-, si supiese todo el méritoque tiene ese regalo, si supiese que apenas le supera el de aquel amante queempeñó en invierno la capa para comprar un ramo de flores! Creerá tal vez queviene de mano de algún poderoso que algún día se presentará, si lo admiten, areclamar su precio. ¡Cómo se engaña!»Una noche de baile me situé a la puerta de palacio y, confundido entre la multitud,esperé su carruaje para verla. Cuando llegó éste y, abriendo el lacayo la portezuela,apareció radiante de hermosura, se elevó un murmullo de admiración de entre laapiñada muchedumbre. Las mujeres la miraban con envidia; los hombres, condeseos. A mí se me escapó un grito sordo e involuntario. Llevaba el aderezo deesmeraldas.»Aquella noche me acosté sin cenar; no me acuerdo si porque la emoción me habíaquitado las ganas o porque no tenía qué. De todos modos era feliz. Durante misueño creía percibir la música del baile y verla cruzar ante mis ojos lanzandochispas de fuego de mil colores, y hasta me parece que bailé con ella.»La aventura de las esmeraldas se había traslucido, siendo objeto, cuando aparecióen su secrétaire, de las conversaciones de algunas damas elegantes.»Después de haberse visto el aderezo, ya no quedó lugar a dudas y los ociososcomenzaron a comentar el hecho. Ella gozaba de una reputación intachable. Apesar de los extravíos y del abandono en que su marido la tenía, la calumnia nopudo jamás elevarse hasta el alto lugar en que la habían colocado sus virtudes. Sinembargo, en esta ocasión comenzó a levantarse el venticello por donde comienza,según don Basilio.»Un día me hallaba en un círculo de jóvenes, se hablaba de las famosas esmeraldas,y un fatuo dijo al fin, como terminando la cuestión:-No hay que darle vueltas; esas joyas tienen un origen tan vulgar como todas lasque se regalan en este mundo. Pasó ya el tiempo en que los genios invisiblesponían maravillosos presentes debajo de la almohada de las hermosas, y un regalode ese valor no me cabe duda que el que lo hace es con la esperanza de larecompensa... Y esa recompensa, ¡quién sabe si se cobraría adelantada...!»Las palabras de aquel necio me sublevaron, y me sublevaron sobre todo porqueencontraron eco en los que las oían. No obstante, me contuve. ¿Qué derecho teníayo para salir a la defensa de aquella mujer?»No había pasado un cuarto de hora, cuando se me ofreció la ocasión decontradecir al que la había injuriado. No sé a propósito de qué le contradije. Lo quete puedo asegurar es que lo hice con tanta aspereza, por no decir grosería, que, decontestación en contestación, sobrevino un lance. Era lo que yo deseaba.»Mis amigos, conociendo mi carácter, se admiraban, no sólo de que hubiesebuscado un desafío por una causa tan fútil, sino de mi empeño en no dar ni admitirexplicaciones de ningún género.»Me batí, no sé decirte si con fortuna o sin ella, pues aunque al hacer fuego vivacilar un instante a mi contrario y caer redondo a tierra, un instante después sentíque me zumbaban los oídos y que se oscurecían mis ojos. También estaba herido, yherido de gravedad en el pecho.»Me llevaron a mi pobre habitación, presa de una espantosa fiebre... Allí... no sélos días que permanecí, llamando a voces no sé a quien..., a ella, sin duda. Hubieratenido valor para sufrir en silencio toda la vida a trueque de obtener al borde delsepulcro una mirada de gratitud; pero, ¡morir sin dejarle siquiera un recuerdo!»Estas ideas atormentaban mi imaginación en una noche de insomnio y decalentura, cuando vi que se separaron las cortinas de mi alcoba, y en el dintel de lapuerta apareció una mujer. Yo creí que soñaba; pero no. Aquella mujer se acercó ami lecho, a aquel pobre y ardiente lecho en que me revolcaba de dolor; ylevantándose el velo que cubría su rostro, vi brillar una lágrima suspendida de suslargas y oscuras pestañas. ¡Era ella!»Yo me incorporé con los ojos espantados, me incorporé y... en aquel punto llegabafrente a casa de Durán...»-¡Cómo! -exclamé yo, interrumpiéndole, al oír aquella salida de tono de mi amigo-.¿Pues no estabas herido y en la cama?-¡En la cama...! ¡Ah, qué diantre...! Se me había olvidado advertirte que todo estolo vine yo pensando desde casa de Samper, donde en efecto vi el aderezo deesmeraldas y oí la exclamación que te he dicho en boca de una mujer hermosa,hasta la carrera de San Jerónimo, donde un codazo de un mozo de cuerda me sacóde mi abstracción frente a casa de Durán, en cuyo escaparate reparé en un libro deMéry con este título: Histoire de ce qui n’est pas arrivé, Historia de lo que no hasucedido». ¿Lo comprendes ahora?Al escuchar este desenlace no pude contener una carcajada. En efecto, yo no sé dequé tratará el libro de Méry; pero ahora comprendo que con ese título podríanescribirse un millón de historias a cuál mejores.El Contemporáneo23 de marzo, 1862 [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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